Premio de consolación

Te pido disculpas, porque si quieres, puedes irte todas las mañanas y estará bien. 
Porque no nos pertenecemos. Somos estando juntos y es lo que importa. 

Llevo el suéter color mostaza que te queda grande y las bragas de encaje negro, nada más para lucirme un rato. 

Apagamos la luz del cuarto y por fin nos damos la libertad de abrazarnos. Tus manos recorriendo mis muslos, apretándolos, me hacen hundir la nariz en tu cuello. 

Si se a lo que hueles tu. 
Ceniza.
Azúcar.
Aftershave de cien pesos.

Pero me pierdo, cuando tú boca se planta entre mis piernas, mi memoria está en otros ojos, en los que no encuentro deseo si no, calma, a quien quisiera dedicarle las palabras que te dedique al principio. No, a quien en realidad van dirigidas esas palabras. 

Miro hacia la ventana, ha empezado a llover. 
Cuando tu lengua me alcanza, cierro los ojos. No, no eres tú el que me tiene así, temblando, gimiéndole al techo, humedeciéndome la frente de sudor. Es él, el de los ojos de noche, sus manos son las que buscan mi piel, sacándome el suéter con cuidado, no como tú, que lo arrancas.  

Es él quien me sonríe mientras me besa, mientras lo dejo descubrir cada punto de mi cuerpo, quien me hace cosquillas cuando me besa el cuello. 

Esto solo es pasajero. Ya quiero que acabes y te largues mañana. Tan solo eres la copa de tinto que pido cuando se ha acabado el vino blanco. 


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