Señorita D.

Cierro el libro que tengo sobre las piernas y suspiro. Me hago un ovillo en el sofá. Silencio. 
Hay mucho silencio.

La música ya no está ayudando. Siempre suenan las mismas canciones una y otra vez. Las mismas letras memorizadas y el beat acelerado.

Hace un mes no escucho música, ya no la disfruto.

Nadie entiende. No puedo hablar, no puedo decir las cosas que me rasgan la garganta de querer salir.

Me he vuelto una nada, aquello a lo que más he temido toda mi vida. Me volví un punto final. Ya no era el punto y coma.

Las voces en mi cabeza se callan, la luz del día les quema; durante la noche se arrastran hacia mí, se meten en mis oídos y me quitan el sueño.

Mis manos hace mucho han dejado de moverse, mis mundos e historias no se dejan escribir. Se impregnan de mi esencia; se esconden, se callan, esperan a que vuelva a salir el sol dentro de este sótano en el que vivo.

Resuenan las voces de las personas, entrometidos, idiotas, ignorantes.

Nadie sabe lo que es vivir con esta pesadez, con este frío, con estos pensamientos y esta mujer vaporosa que se pasea por mi casa.

Pensé que dejando casa (la que está en otro país) ella se quedaría entre las sábanas color azul de mi habitación. Pero cruzó el océano, voló del otro lado del mundo para volver a alcanzarme.

Se llama señorita D.; cuando fuimos amigas el año pasado aprendí a vivir con ella durante seis meses, la hice callarse con píldoras y caminatas bajo el sol.

Aquí no hay sol, tampoco hay métodos mágicos o pastillitas que me ayuden a echarla fuera; aquí solo estoy yo.

Ya se ha puesto cómoda; duerme en la cama vacía de mi habitación, se sienta a leer conmigo y cuando llego a casa todos los días ella es la única que me abraza y me da la bienvenida.

Hoy la veo y me sonríe mientras escribo. Le digo que me deje en paz un rato, que se largue de una vez; que ni en Barcelona me dejó estar a gusto. Ella se queda callada, como siempre, me acaricia la cara y me da un escalofrío.


Al final me rindo y le digo que he escrito algo para ella.

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