La chica de los geranios
La conocí un verano en que me habían roto el corazón.
A simple vista me recordó a uno de los personajes de fantasía juvenil que había leído hace poco.
Su rostro era ovalado; tenía unos ojos grandes y graciosos; desviaba mucho la mirada al hablar y tenía labios tan finos que cuando sonreía podías verle las encías de los dientes superiores.
Siempre usaba vestidos de flores, mallas negras y tenis converse de distintos colores.
No me cansaba de hablar con ella; podíamos reírnos de su poco conocimiento en animales de los bosques y luego hablar se nuestros libros favoritos.
Una tarde que paseábamos por la ciudad soltó un gritito de emoción, pegó la cara a un escaparate y abrió mucho los ojos.
-Mira -me dijo- esas flores son mis favoritas.
-¿Los geranios?
Ella puso cara de ofendida y negó.
-Esos dos; los de color lila son jacintos y los amarillos se llaman narcisos. Además...-bajó la mirada- no sé cuales son los geranios.
Años después me sigo arrepintiendo de haber entrado en aquella florería.
Mientras bromeábamos sobre su ignorancia de jardinera uno de los chicos que trabajaban ahí se acercó.
Yo le regalé su primera maceta de geranios.
Cada cumpleaños le mandaba un ramo; al principio se los llevaba yo mismo hasta su casa o quedábamos en algún café.
Pero al darme cuenta que visitaba la florería para verlo a él, a su Jacinto, decidí dar marcha atrás.
Lo intenté, lo juro; la convertí en mi Dafne. Nunca paré de enviarle aquellas flores, de perseguirla y querer aduerñarme de ella.
Ese fue mi error.
Me convertí en Apolo al ver como mi chica de ojos traviesos y vestidos vaporosos echaba raíces en la vida y en el lecho de otro.
Hoy, que se me ha atravesado la vieja florería noto el polvoriento cartel de "se vende"; ya no hay geranios.
A simple vista me recordó a uno de los personajes de fantasía juvenil que había leído hace poco.
Su rostro era ovalado; tenía unos ojos grandes y graciosos; desviaba mucho la mirada al hablar y tenía labios tan finos que cuando sonreía podías verle las encías de los dientes superiores.
Siempre usaba vestidos de flores, mallas negras y tenis converse de distintos colores.
No me cansaba de hablar con ella; podíamos reírnos de su poco conocimiento en animales de los bosques y luego hablar se nuestros libros favoritos.
Una tarde que paseábamos por la ciudad soltó un gritito de emoción, pegó la cara a un escaparate y abrió mucho los ojos.
-Mira -me dijo- esas flores son mis favoritas.
-¿Los geranios?
Ella puso cara de ofendida y negó.
-Esos dos; los de color lila son jacintos y los amarillos se llaman narcisos. Además...-bajó la mirada- no sé cuales son los geranios.
Años después me sigo arrepintiendo de haber entrado en aquella florería.
Mientras bromeábamos sobre su ignorancia de jardinera uno de los chicos que trabajaban ahí se acercó.
Yo le regalé su primera maceta de geranios.
Cada cumpleaños le mandaba un ramo; al principio se los llevaba yo mismo hasta su casa o quedábamos en algún café.
Pero al darme cuenta que visitaba la florería para verlo a él, a su Jacinto, decidí dar marcha atrás.
Lo intenté, lo juro; la convertí en mi Dafne. Nunca paré de enviarle aquellas flores, de perseguirla y querer aduerñarme de ella.
Ese fue mi error.
Me convertí en Apolo al ver como mi chica de ojos traviesos y vestidos vaporosos echaba raíces en la vida y en el lecho de otro.
Hoy, que se me ha atravesado la vieja florería noto el polvoriento cartel de "se vende"; ya no hay geranios.
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