Hace un año en una canción

Llegué a la fiesta de una de las chicas que no conocía muy bien cuando empezó a sonar esa canción. Sí, esa, la de las desveladas y mis sonrisas idiotas. Esa canción estúpida que me hacía pensar en ti.

Deambulaba por el patio con mi vaso rojo en la mano; lleno de soda, obviamente, porque se supone que ninguno de los ahí presentes bebíamos alcohol. Me sentía incómoda, por más que todos los chicos y chicas ahí reunidos compartiésemos el mismo nivel de espiritualidad yo no encajaba en las reuniones grandes.

Era una cobarde, no podía acercarme a ti, trataba de colarme en conversaciones y grupos pequeños pero terminaba haciéndome a un lado; o no los conocía a fondo o sus pláticas universitarias no me interesaban.

Mariana fue mi salvación: llegó con esa sonrisa y carisma tan suyo que te invitaba a hacerte su amiga sin conocerla. Cuando vio mi cara se acercó a abrazarme. Le conté que necesitaba irme, me sentía fuera de lugar y tú rondabas por ahí.

–Debes dejarlo ir –dijo– es un idiota, Lisa. Ya te lo expliqué mil veces. Es raro y conmigo es igual, seguro hace eso con todas, te aseguro que les habla igual que a ti.

Mi mente estaba dividida en dos; una parte de mi sabía que Mariana era la voz de la razón y la otra se derretía por completo por ti.

–Míralo –susurró Mariana– no eres la única que le está sacando la vuelta a hablar.

En el otro extremo del patio, donde muchos de nuestros amigos bailaban y se reían: estabas tú. Hablabas con José que te miraba como burlándose de ti, tú asentías y hundías los hombros, dándote por vencido en la conversación. José, con la despreocupada actitud que tenía nos saludó con la mano cuando notó que lo mirábamos, tú ni siquiera volteaste.

Luego de quince minutos escuchando a mi amiga despotricar me aburrí. Fue fácil salir huyendo del montoncito de gente que se había formado entre nosotras cuando hablaban tan acaloradamente sobre los romanos y el consumo actual de yogur griego.

Miré mi celular  rogando porque mi padre me dijera que era hora de pasar por mi cuando choqué con alguien.
–Perdón, no me fijé…
–Típico de ti, nunca te fijas en nada.

Se me erizó la piel y sentí una presión en el estómago.

–Mira nada más –dije cruzándome de brazos–. Hola, Ma-nuel, hasta que saludas.
–Hola, Li-sa –me imitaste–¿Yo?, yo si te saludo.
–Perdón, pero yo no soy la que no habla. ¿A ti que te pasa conmigo, eh?
–Ay, Lisa, ya vas a empezar.
–Eres raro, Manuel, me caes mal.

Tu carcajada hizo que me temblaran las piernas

–¿Qué dices?, si así me quieres, es más me amas.
–Quisieras, Manuel. Seguro el que se muere por mi eres tú.

Nos mirábamos en silencio, como esperando  a que uno de los dos se fuera primero o empezara una serie de insultos. Al final, nos reímos.

–Extrañaba hablar contigo, bobo –me acomodé el cabello y te di un ligero empujón en el brazo.
–Pues tú te pones rara, yo soy tu amigo.

Ahí estaba: mi señal de que era hora de salir corriendo. ¿Por qué tenían que ser así las cosas? me gustabas, seguro lo sabías y aun así me soltaste aquello.

–Lo sé, yo también soy tu amiga.
Extendiste el brazo y me ofreciste la mano.
–Bueno, entonces…¿somos amigos?
Contuve una risa, esperaba que luego me creciera la nariz como Pinocho.
–Sí, Manuel –dije estrechando su mano– somos amigos.

Me sonreíste sin soltarme la mano, de nuevo nos reímos. Una parte de mí siempre deseaba que momentos como ese duraran más.
–Bueno, te dejo que hables con tus amigas, Lisa.

Te fuiste sin que pudiera decir nada más. Sentí las miradas de mis amigas en la espalda, pero decidí alejarme, bajé las escaleras que llevaban a la calle, salí de esa casa llena de adolescentes asfixiantes y superficiales y por fin me permití soltar un suspiro. Me senté en la banqueta y llamé a mi padre.


–Hola, ¿ya puedes venir por mí?

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