extraño

La extrañas: lo sabes.

A ella y su vocecita juguetona, a la forma en la que te decía que te quería y te cuidaras. 
Extrañas escucharla del otro lado del teléfono y puede que, aunque no lo admitas, también extrañas sus gritos.

Pero más y sobre todo en momentos así: extrañas su voz; la voz con la que te calmaba, con la que sentías que no eras un estorbo o una carga y justo ahora quisieras tenerla contigo.

Pero está muerta y ya no importa.

Porque te sigues sintiendo huérfana, aunque sea una estupidez, aunque la gente se ponga del lado de él porque: “tiene que seguir su vida y ser feliz”, cuando tú sabes que ese “ser feliz” se resume en sexo y un par de tetas.

Y te duele el pecho por aguantar el llanto y también por ya no tener una madre. Y sabes que el mes que viene te vas a esconder cada fin de semana, te encerraras en tu burbuja de plata a ver como los niños pasan de la mano de sus madres, a ver como los hijos compran flores en la calle y las tiendas se llenan de gente para encontrar el regalo perfecto.

Y por ahora no haces más que llorar, porque la extrañas y quisieras poder volver a decir la palabra “madre”, y quisieras verla y olfatearle el cuello y acariciar su cabello negro que a veces se sentía duro en las puntas por el tinte que usaba. Y extrañas también la forma en que se le dibujaba una coronilla de canas al borde de la frente y sus quejas frente al espejo porque “me veo gorda” o “nunca me dices: mami que bonita”.

Y no se lo decías porque no era necesario, porque lo era, la más bonita y la más hermosa y la más delicada y risueña. Y les ponía sabor a las pláticas en las reuniones y les sonreía a los mensajeros en el trabajo y se tomaba el tiempo de aprenderse el nombre de la señora Lety: la cocinera y Doña Conchita: que lavaba los baños en la oficina.

Porque su corazón era de oro, aunque la gente crea que lo digas solo porque era tu madre; pero si de algo te enorgulleces más es de eso, de que te heredó ese corazón de oro, ese que no piensas cambiar aún y cuando la gente te llame débil e inmadura, ese que no piensas deformar solo porque la gente susurre que eres sensible, quejumbrosa o exagerada.

Mandas a la mierda a cada uno de ellos, a cada uno de esos pobres y sucios infelices que no conocen el amor, ni el sonido de un beso tronado, ni el secreto de pasarse un paquete de chicles debajo de la mesa, ni las palmadas que se daban de risa. Mandas al carajo también a los que creen que con darte consejos no pedidos y analizarte sin pagarles, te van a resolver el duelo; el dolor y el color negro que a veces se asoma entre tu alma de color azul.

Y te sumerges de nuevo: en tus libros, en tus personajes; en el muchacho mexicano que su madre murió en un incendio y en el chiquillo italiano huérfano de madre por culpa de un dios vengativo; te proyectas en el chico de los ojos color de mar, en la muchacha medio elfa, en la payasa huérfana, el cirquense perdido y también en el joven griego desterrado por su padre.


Porqué sí: te comprenden. Te reflejas y la extrañas, siempre la extrañas. 

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