Neil
La lluvia no ha parado en tres días y los clientes apenas se
dejan ver. Tanto que los jefes han permitido que mis hermanas menores duerman y
las mayores nos quedemos a cargo. Me llamo Anthony, pero aquí me conocen como
Nanny.
La quinta noche que no ha dejado de llover es la primera vez
que la veo. Los jefes le llenan de cumplidos, necesitan el dinero urgentemente.
Le quitan el abrigo, el sombrero, los guantes. Se pasea en silencio por la
sala, su vestido hace fss, fss, sus tacones cap, cap, sobre la alfombra.
Esa noche estamos de servicio las cuatro hermanas mayores.
Andrea, Rennie, Paula y yo.
La mujer se toma unos momentos frente al sofá donde Rennie
está tumbada, le acaricia las clavículas que se asoman por el escote de su
kimono y le sonríe. Yo me quedo quieto, no puedo dejar de mirarla. Es alta, con
el pelo castaño claro recogido en un suave moño. Tiene dedos largos y firmes,
como los de mamá cuando tocaba el piano. Su vestido es de un morado triste,
como cuando se me moja la bufanda en la lluvia. Puedo decir que es una mujer
rica solo por su forma de caminar. Hombros hacia atrás, pecho fuera,
movimientos memorizados, como los modales a la hora de comer.
Cuando está a punto de acercarse a mí, nuestras miradas se
encuentran, lo suficiente para notar que tiene ojos grandes y las pestañas muy
rizadas. Estoy a nada de sonreírle como hago cuando encuentro algún cliente que
me agrada, pero ella pasa de largo y desaparece por la puerta que da a la
oficina de los jefes.
Tras cinco o diez minutos nos dicen que subamos a nuestras
habitaciones.
“Nada de dinero hoy” pienso “otra semana sin comer”.
“Nanny” me llama el jefe Rubio “tú no, querida, ve a la
cámara rosa y prepárate”.
Me quedé pegado a la alfombra, ¿en serio me había escogido a
mi?
“¿Qué esperas, niña?, ¿estás sorda?”
En los años que tenia recorriendo los burdeles no había
vuelto a encontrarme con un ángel. Cuando entré en la cámara que me habían
asignado me encontré al ángel sentado ante el peinador. Tenía la mano a medio
camino de su cara, el colorete le iba excesivo sobre la piel.
Era tan pequeño, tan perfecto. Temblaba como un ciervo a
punto de morir, dando los últimos pazos antes de caer rendido y desangrarse.
Era delicado, tenía el cuerpo lleno de lunares, de pecas. Era Neil, debía
serlo, era una reencarnación, había vuelto a nacer solo para mí, para amarlo de
nuevo, para ser mi mascota. Su cuerpo apenas pesaba encima del mío, pero se
movía frenético, como Neil, apretaba los ojos y dejaba la boca entreabierta
como él.
Esto no se sentía igual, no me golpeaba, ni gritaba, tampoco
había hecho esfuerzo por escupirme o ponerme de rodillas. “Tienes el control”
había susurrado “has lo que quieras”, pero yo solo había atendido caballeros y
aquello me estaba volviendo loco; me sentí como la vez que una de mis hermanas
se robó una botella de vino tinto y todas terminamos mareadas y con la cara
encendida. Ella no era como los caballeros, tenía el pecho suave, olía igual
que mamá, a durazno, a vida.
Mi ángel, mi Neil, nos iremos juntos, te sacaré de aquí,
viajaremos como siempre quisiste, ¿lo recuerdas?, siempre quisiste conocer Londres,
decías que ahí habían nacido los cuentos y los duendes. Neil, has cambiado, tus
gemidos ya no suenan a los de un niño asustado, parecen actuados, memorizados,
conmigo no tienes que fingir, puedes ser quien tu quieras mi ángel, podemos
huir de aquí, amarnos de nuevo, borrarnos y empezar.
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