60 días
Lo último que recordaba era que me había quedado dormida
boca abajo en el sofá de mi piso.
Cuando abrí los ojos, estaba en la habitación de mi tía
Ruth; no podía ser otro lugar.
El colchón firme y las sábanas blancas con florecillas de
color rosa adornaban la cama. El abanico de techo con su clásico “tah tah tah”
al estar girando.
Las cortinas estaban corridas y no serían más de las tres
de la tarde.
Llevaba puesta una blusa blanca con flores bordadas en el pecho
y unos pantalones cortos de mezclilla.
Iba descalza y cuando me enderecé de la cama buscando mis chanclas,
no las encontré.
“Es cierto”, pensé “en verano me gusta andar sin zapatos y
Mamá siempre me regaña”.
Salté de la cama y abrí la puerta de color café.
Sí, estaba en casa de mis abuelos.
Frente a mí se encontraba la habitación de Mamá y Papá. La puerta
corrediza del balcón estaba abierta y las cortinas transparentes bailaban al
dejar entrar el fresco. Afuera se escuchaba el rumor de las motos, los ruidos
de la constructora y voces de madres regañando a sus niños pequeños.
No sé si sentí ganas de llorar o ya estaba llorando.
Todo seguía igual que como lo había visto en septiembre.
La pequeña estancia con sus sofás color marrón y la
televisión empotrada en aquel mueble que le quedaba pequeño.
Me acerqué a ver las fotos. Mi infancia y la de mis primos
regada por aquel mueble que se empezaba a llenar de polvo luego de ser
limpiado.
También estaban todos los regalos que le había hecho a
Mamá. Perritos de plástico y figuras de cerámica y porcelana.
Entonces el olor me llegó de golpe: cilantro. Ajo. Apio.
Tomate y un cubo de caldo de pollo. “Tac, tac, tac” la cuchara de madera sonando contra la olla
de peltre.
Me limpié las lágrimas que me cayeron por la barbilla y
bajé a la cocina. “Fss, fss, fss” mis pies rozando el azulejo de la casa
mientras bajaba los escalones. Me aferré al tubo color beige del pasamanos y me
inundo un vacío en el estómago.
Cuando llegué al pie de la escalera, me llevé una mano a la
boca: ahí estaban todos.
Mamá de espaldas a mí; tan bajita que tenía que ponerse un
poco de puntillas para ver cómo se mezclaba el arroz en la olla. Llevaba su
delantal de cuadros blancos y rojos. Sus rizos de toda la vida y un vestido
azul con puntos blancos.
En la mesa del comedor estaba Papá. Las gafas se le
resbalaban del puente de la nariz y leía un libro sobre algún santo católico.
Llevaba su típica camisa de tirantes color blanco, shorts de cuadros y chanclas de color café. Su bastón descansaba en
el respaldo de la silla.
Las puertas que daban al patio estaban abiertas y se podían
ver las plantas que tanto le gustaba cuidar a Mamá. Había ropa tendida en los
mecates y una de mis tías barría las hojas del arbolito que se encontraba en
una esquina.
En la sala estaban mis otras dos tías.
Ruth leía una revista mientras hacía muecas, era su cara de
concentrada o de que estaba enojada o de que había olvidado algo.
Los hombros de mi tía Lula se sacudían mientras se
esforzaba por no tirar una carcajada.
Pita entró por la puerta del patio con la escoba en la mano
y me sonrió.
Todos voltearon a verme: sonreían.
Cuando me tallé los ojos para quitarme las lágrimas sentí
un golpe.
Abrí los ojos y me encontré con el techo color blanco de mi
piso. Me había caído del sofá y me había dado en la cabeza contra el suelo de
madera.
Me enderecé y mientras revisaba que no me hubiera salido un
chichón alcé la vista al calendario que colgaba de la pared de mi cocina.
Solo faltaban sesenta días para volver a casa.
Pero son sesenta días preciosos, llenos de la luz de Madrid, del estrés de fin de curso, del jolgorio que nos acompaña por la noche... No vayas a perderte lo bueno por estar esperando lo mejor, eh. :-)
ResponderBorrarProfe, mi blog se ha llenado de magia con su comentario jajaja que emoción me da esto. Y si, el estrés de fin de curso anda cerca y ya me está dando de todo, voy a aprovechar ese feeling para no perderme de seguir disfrutando Madrid.
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