Vero y Alejandra

Una canción ruidosa suena de fondo. Me siento en el medio de la oscuridad. No hay flores, abrazos, abuelas o personas.


No, miento. Todos están a mi alrededor. Mirándome desde su círculo de luz. Llevan unos hilos rojos atados a las muñecas, unidos por ellas.

¿Por qué?
Me sonríen, extienden las manos. Pero no puedo, doy un paso, me retracto. Me volteo, giro en círculos. Todos a la mano, tan sonrientes, tan listos para escuchar. Pero no puedo, no puedo, no puedo. Caigo de rodillas y me aplasto las orejas con los puños de las manos. Me va a reventar el pecho, la ansiedad quiere salir, quiere que grite. Aprieto los ojos, no puedo, ya no puedo.

Imagino mis palabras saliendo a borbotones, alquitrán atorado desde hace menos de quince minutos. Quiero hablar, quiero que me escuchen, quiero quedarme ronca de tanto hablar. Quiero anclarme a ellos, quiero que me levanten, que me oigan por horas y horas y horas. Quiero servirme de su luz un poco, solo un ratito, pienso. Solo déjenme abusar de ustedes una vez más: de su amor, su paciencia, sus abrazos, sonrisas, caricias, preocupación, pensamientos, se los ruego.
Me arrastro a cuatro patas, como un gato con la colita rota. 

Por favor, solo un poco más.

Entonces me toman por el tobillo, una mano familiar, inigualable. Suspiro pesadamente antes de apoyar la frente en el antebrazo y rendirme para mirarle.

Es ella, esa maldita malparida hija de puta.
Lleva shorts rojos con una raya blanca. No lleva sostén ni ropa interior, la conozco, no hay que pensarlo mucho la verdad. Tiene ojeras tan moradas como una suculenta muerta y su pelo grasiento está enmarañado. La camiseta de Viernes 13 que es cuatro tallas más grande que la suya está llena de sangre y mocos secos. Va descalza y se que tiene las plantas de los pies mugrientas.

—No —dice— ya los tienes hartos. Están cansados de tus mensajes. No quieren saber más de ti. No quieren leer que te sientes mal, no quieren verte llorar. No lo hagas, solo vas a alejarlos.

—¡Vete. A. La. Puta. Mierda! —trato de zafarme de su mano — !Eres un puto estorbo, estoy harta de ti, déjame vivir maldita imbecil, pedazo de mierda inservible!

—Hasta tu lo dices —no parpadea, no sonríe.— Si tu piensas eso, ¿que pensaran ellos?

Suspiro. Me dejo caer en la oscuridad. Me rindo. Ella lo sabe, somos la misma, pero fragmentada. Su nombre es depresión, pero a veces me gusta llamarla Vero. Porque yo soy Alejandra.

Sigo con la cara oculta en la oscuridad cuando la siento a mi lado. Volteo la cabeza lo suficiente para mirarla de reojo.

—¿Qué? —digo con fastidio.

Me muestra cuatro libros para pintar. Yo suspiro una vez más y me siento con las piernas cruzadas como ella.
Apunto al libro con calaveras del Día de Muertos en la portada.
Ella escoge otro, no me interesa saber cual.
—Colores —ordeno.

No soy tonta, estamos unidas por un grillete y cadenas en el tobillo. Ella será callada pero no estúpida.

Así que nos quedamos en silencio. Coloreando sin pensar. Sin sentir. Sólo se escucha el rasgueo de los colores de madera contra las hojas.

No me atrevo a mirar a nadie. Mañana será otro día, pero por ahora, a Vero y a Alejandra les toca colorear.

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