Granos de arena

 Me he dado cuenta últimamente de que la soledad es algo muy curioso. Y sobre todo cambiante.

Puedo decir que estar sola en casa se siente bien. No tengo que esperar a comer sola, ni esconderme en la paz de mi cuarto para (lo que es mi percepción) no incomodar a quienes vivien conmigo.

Si alguien me ve en la calle, sentada en mi café favorito, pueden pensar que estoy sola. Cuando paseo, cuando escribo, cuando me hablo a mi misma en voz alta en la calle, disfruto de mi soledad. Puedo andar sin prisas, sin esperar, puedo decidir cuando irme o cuanto tiempo quedarme.

Cuando caminaba por las interminables calles y barrios de Madrid, la soledad me inundaba, pero me daba paz, libertad, cada ruido de mis tenis o botas golpeando los adoquines de Callao o subiendo las escaleras de la Central, me sabían a libertad bien merecida.

Pero también está la otra cara de mi soledad, la parte susurrante, lúgubre, la parte que carcome y está a la espera de penetrarme, como si fuera un corredor preparado a punto de que le den la señal para echar a correr.

Esa soledad te ahoga, te desgarra, te hunde las uñas y te jala los pies bajo el agua para que no puedas respirar más.
Es el tipo de soledad que grita un abrazo, una sonrisa, que te pide que te abran la puerta para preguntarte como estás, pero no para cerrarte la puerta en la cara, sino para que pasen a tu espacio sagrado y hablen contigo.

Es el tipo de soledad que le grita al otro que suelte el celular, que te miren a los ojos, que no te juzguen, que te miren ya sea mínimo con lastima, con pena, tal vez un poco de empatía. Una soledad escondida en canciones de guitarra acústica, en un café frío en invierno, una soledad que no se trata ni de hormonas, ni de sangre saliendo de entre tus piernas. Es una soledad que te resquebraja, te carcome, una soledad que incrementa el vacío en tu pecho, esa que te dice en voz baja que te mates, que el mundo estaría mejor sin ti.

La soledad que me da miedo es justo esa, porque me repite que todo lo hago mal, que aunque suene a cliché, puedo estar en un mar de gente y sentirme invisible, ignorada, me hace sentir que no brillo, que ningún desconocido en la calle me notaría, que cuando me ven a los ojos no se cruzan con algo especial, solo con una pieza más del montón, de esas que se te pierden armando un rompecabezas de mil partes, la que no importa que falte porque es una esquina diminuta, porque sabes sabes que de igual forma vas a enmarcar ese rompecabezas.

Así que me quedo pensando en el soledad, en cuando la necesito, cuando me quiere matar, cuando me quiere echar barro encima para no pararme de la cama. Pero aunque piense que es algo raro y diferente para todos, hay días que logro ganarle a esa hija de puta.

Le gano cuando mis tías me devuelven los mensajes de buenos días, cuando escucho la voz de Marcela del otro lado del celular quejándose de su cansancio y riéndonos por tonterías. Le gano cuando veo los mensajes de Chuchi, cuando me regala un gesto moviéndome el pelo o cuando me ha dejado llorar en su hombro. Le gano a la perra soledad cuando pienso en mi familia, la que me heredó mi mamá, gano cuando veo la sonrisa de mi abuela, los besos de mis tías, las risas de mi tío Ricardo.

Le gano a esa desgraciada cuando mis amigas preguntan si pueden ayudarme en algo, invitándome a un café que se que no llegará nunca, pero me da la certeza de que están a mi lado.

Le he ganado mil veces a la soledad aunque no dimensione mi propia fuerza. Y hoy, esta mañana, pensando en el dolor que me provoca la soledad, puedo volver a anotarme un punto a mi favor. Porque todas esas personas, todas únicas y llenas de amor para darme, esas personas que son la familia que he escogido, no me dejarán dar nunca el primer paso a poner un pie en el infierno, aun cuando ya se que estoy condenada. Y eso, a comparación de la soledad, a comparación de todo lo gris, me basta para tener ganas, aunque sean como una pizca de arena de querer seguir deambulando por este mundo. 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Inspirando

Off

Llueve con sol.