62
La noche anterior bailaba entre las sabanas, me removía,
me restregaba inquieta contra la pared. Apreté los dedos contra la almohada, dejé
que el dolor y el placer me llenara los ojos, la sangre y el sin fin de colores
que humedecían el piso de madera.
Entonces no supe si soñaba o recordaba o trataba de
alargar el momento en que mi voz saliera como un grito de mi garganta, dándote
la señal para que te fueras.
Veía a través de mis ojos, estaba en un restaurante o un
bar o un sitio donde te ponen un plato en frente. Un café humeaba junto a mi
mano derecha y en la izquierda sostenía un libro. El sonido de los colores deslizándose
entre mis muslos me hizo volver.
Y entonces desperté: “Cortázar”.
No pensé en ti, ni en nosotros, ni en que seguro te
regañaban por llegar tarde al trabajo.
Lo dejé pasar. Miré mi estante: N A D A. Todo estaba
lejos, en casa, en otro continente, en otro país.
Cuando escuché tu voz al otro lado del teléfono sonreí
otra vez. No me atraían los tipos como tú; eres la primera excepción a la regla
en mis gustos y patrones desenfrenados.
Nunca me había enamorado de un hombre
con el cabello tan claro y los ojos tan verdes que me dieran ganas de verlo
todo el día como el cuadro de la habitación de Van Gogh.
No te conté del sueño, lo tuyo no era la literatura.
“A las ocho en Callao, ya sabes, cerca del arbolillo donde
nos conocimos”.
Te reíste. Suspiré. Pensé de nuevo en el libro
misterioso, en las letras, las palabras sin sentido, en ti, en tus besos, en tu barba rubia, en tu metro
setenta y ocho de altura, en tus manos cuando tocas el piano y cuando cortas la
cebolla en cuadritos chiquitos.
Aun así tenía más ansiedad de ir a buscar el libro que de
verte, no me lo tomes a mal, pero si te permitieras alguna vez leer a Cortázar
me entenderías.
Salí dos horas antes. Andando recordé que la plaza donde
quedamos estaba llena de recuerdos, familia, amigos, desilusiones y tú. De
todos tú fuiste el que borró las malas memorias.
Entré en esa librería, no de la que te he hablado que mis
profesores se burlan, sino de la otra, en la que solo he entrado una vez para
comprar un libro que regalé y que no sé si fue lo correcto.
Fue lo correcto. Porque eso te hizo aparecer meses
después, te hizo chocar conmigo en la salida del metro, tumbarme las bolsas, el
celular y la mochila y reírnos por disculparnos mutuamente una y otra vez.
Llegué o llego al primer piso, hoy estoy tan dormida y el
frío me congela tanto el rostro que no sé si la gente a mi alrededor son sólo
manchas pasando o gente de carne y hueso.
Y veo al apartado que marca su nombre, justo debajo de
donde marca: narrativa latinoamericana. ¿Latinoamericana? claro no iba a estar
en narrativa española o quién sabe.
Entonces recorro los lomos de los libros con la mirada,
hay cuentos largos, cortos, novelas, crítica y más relatos. Acerco la mano al
estante, cierro los ojos y me dejo guiar, dejo que el palpitar de mi sangre que
hierve en mi muñeca me haga elegir bien.
Si me vieras seguro estarías riéndote, pero sé que nunca
lo haces con mala intención. Me has dicho que te gusta mi romance con los
libros.
Me vibra el celular en el bolsillo de la chamarra. Vuelve
a vibrar y vibra una vez más.
Abro los ojos, mi dedo sobre un 62.
Llego con las mejillas encendidas y el gorro torcido al
árbol.
Me dices que llevas poco esperando, me revuelves el
cabello y me acomodas el gorro. Te doy un beso con labios fríos y tú me
abrazas. Me preguntas donde estaba, porque seguro si había tardado era porque
estaba perdida en alguna librería.
No te cuento del sueño, ni del libro que llevo en la
mochila. Prefiero tomarte de la mano y decirte que te compré una novela para
que comiences a creer en el destino.
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