Tía Concha

 


La recuerdo perfectamente. Todo su ser es una imagen impresa en mi mente y mi corazón. Tendría algunos cinco o seis años, cuando hablo de mi infancia nunca puedo ubicarme muy bien. Recuerdo que podría haber sido un día de Mayo o de Junio, porque el sol pegaba fuerte a las 11:30 am en la calle nueva independencia; aquella vieja colonia llena de inmigrantes, cumbias rebajadas que sonaban como eco a eso de las cuatro de la tarde, ancianos sentados en el porche, niños jugando fútbol en las calles y gritando que venían coches y peregrinos guadalupanos que llegaban desde lejos para saludar a la morenita; como en frente teníamos la escuela primaria numero 7, el mural blanco te cegaba con tanto sol y la reja naranjosa de casa de mi abuela no ayudaba mucho a que vieras bien. 


Entonces a las 12:00 pm en punto, se asomaba desde una esquina la figura oscurecida de mi tía Concha. Nunca salía de casa sin su bolsa, paraguas, zapatos de tacón y lentes de pasta dura todos de color negro. 


La recuerdo con un vestido de color verde pasto, pero el pasto no cuando está seco, sino mojado a eso de las 7:30 de la mañana cuando el reflejo del rocío se ve en la hierba. Tenía figuras como de pintura, de color rojo, verde fosfo y uno que otro azul. Su cabello, igual de negro que sus accesorios, le llegaba por debajo de las orejas y estaba cortado de forma simétrica, acompañado de un fleco que cubría su frente. 


Tía nunca iba desarreglada, zapatos bien lustrados, medias a juego, labios y uñas rojas, delineado y pocas, pocas veces: una sombra de ojos. El bolso que la acompañaba cambia en mis memorias: a veces pequeño, otras más como una bolsa y otras veces se transforma en un bolso negro acompañado de una bolsa de plástico verde, de esas de las tiendas de la esquina. 


Pero algo que adoro de su recuerdo, es su voz, sus caricias, esa risa que se parece tanto a la de mi abuela y su sonrisa. 


“Lupe, ya llegué” gritaba tía desde la reja. A veces me tocaba ir a abrirle o a veces corría detrás de mi abuelita para recibirla.“Tía!” decía yo siempre con muchas ganas. Y como no, si con ella no faltaba la dosis de abrazos, besitos, uno que otro dulce, un paquete de galletas o ya en tiempos más escasos un chicle de sabor rosa. 


Mis recuerdos se mueven como clics de carrete fotográfico: veo a tía sentada en la cocina, en una de las sillas cabeceras, siempre a la derecha, siempre el respaldo de la silla pegado a la pared. 


No recuerdo las pláticas, ni los nombres ni las quejas. Tampoco el chisme o los días tristes o las voces bajas, mi abuela y tía, siendo hermanas, tenían la curiosa costumbre de que cuando querían preguntar o contar algo serio o indebido o “será mejor que la niña no escuche porque es muy pequeña”, susurraban sin saber que se les oía más. Costumbre que mi abuela sigue haciendo, ahora que no está su hermana. 


Algo más que recuerdo de tía, son sus abrazos y sonrisas que me dedicaba. Me hacía sentarme en sus piernas, cuando aún no era tan alta para llegar al piso. Recuerdo algunas veces acomodarme en su pecho o su cuello y escuchar sus palabras retumbar y vibrar en mi oreja, que me hacía cosquillas. Tengo vagos recuerdos de quedarme dormida en sus brazos, llevando un short de color rojo, una playera blanca y las clásicas trenzas que me hacía mi madre. 


En esos recuerdos, siempre somos sólo las tres, mi abuela, tía Concha y yo. Ninguna de mis tías aparece y tampoco mi primo David. Y creo que me gusta mucho más así. Porque me gustaba sentir que me estaba quedando dormida en su regazo mientras mecía sus piernas para arrullarme. Porque me gusta recordar ese “clack” que hacía su bolsa al abrirla y cerrarla, ocasión que aprovechaba para sacar un cigarro y fumárselo cerca del resumidero. 


Había un par de escalones que tenías que subir para salir al patio y ella, cuando me veía llegar, decía: “hágase para allá, mija, que el humo le hace daño”. Y yo me quedaba sentada viéndola, me fascinaba la cara de gusto que hacía al darle una calada al cigarro y la manera de aplastar la colilla, siempre con el tacón del zapato, jamás con la suela. 


Me gusta regresar a esos momentos a esos recuerdos tan preciados. Porque ahora que soy mayor, me gustaría poder preguntarle tantas cosas, me gustaría saber cómo fue el día de su boda, como era su esposo, tío Serafín y como se habían enamorado. 


Pero eso me lo guardo para cuando la vea, para ver si se me aparece en algún sueño y pueda darle un abrazo o decirle que estoy feliz de recordarla con tanto cariño. O al menos por último, así de rápido, decirle que la recuerdo perfectamente, como aquellos días en que llegaba a casa de mi abuela, para recibirnos con una sonrisa. 

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