La existencia del pez plátano
Toda mi vida los he visto y no me había dado cuenta. Esta misma noche he visto uno flotar por encima de mi cabeza, cuando estuve a punto de tomar las tijeras y cortarme el brazo.
No...todo empezó antes, estoy mintiendo. A los cuatro años vi uno, el día que mis padres se fueron de viaje y me dejaron en casa con mi tía pita. Estaba en la sala de mi casa, apoyando la cabeza en la vieja mesa de color café. Miraba aburrida y triste la foto de mis padres, esperando a que llegaran. Y mientras pensaba en ellos, vi un pez plátano por el rabillo del ojo. La segunda vez, fue a lo seis años, cuando jugaba sola en el patio de la escuela. Me sentaba en las bancas de color azul y jugaba a que miraba hadas en el techo, pero entonces el pez volvió a aparecer. Seguí su curso, persiguiéndolo por el patio. Las maestras, ya adultas, se espantaron al ver como lo perseguía con entusiasmo y entonces me tomaron de la mano regreso al salón con la excusa de que el receso iba a terminar pronto. Pasé bastantes años sin ver otro, porque me hice de una amiga, que me entendía por completo. Volví a verlos a los ocho años, cuando le confesé a Karen que tenía miedo de crecer, entonces, al escuchar que decía que era algo normal, un pez revoloteaba sobre su cabeza pero no dije nada. De nuevo pasaron muchos años, pero ya sabía de su existencia. Cuando entré a la secundaria, al primer año, tenía setenta y ocho peses plátano siguiéndome a todos lados, los seguí y jugué tanto con ellos que las lagunas de mis años de secundaria fueron consecuencia de ello. A los catorce años, no soporte más. Escondí la cara en el pupitre luego de que me dijeran cosas terribles, cosas que una niña perdida, ingenua e inocente nunca debería escuchar, menos de la boca de una maestra y menos del montón de hijos de puta hipócritas que me llamaban infantil, solitaria, antisocial, poco femenina. Tomé de la cola al pez y me lo tragué entero. Si, ahí fue cuando comenzó todo. Luego de comerlo, los pulmones me fallaron, eso decían los médicos. Pero luego, los estudios decían que estaba bien, que mis pulmones y mi cuerpo estaban sanos. Pero no fue así. Mis padres no sabían que hacer conmigo, el pez plátano estaba incubando sus huevos en mi cuerpo. Pasaron dos años y cuando pensé que se habían ido, los volví a encontrar. Sentada en el parque de la quince Florida, cuando no tenía amigos y me pasaba horas escuchando música. Ya no les tenía miedo, los ignoraba, no volvería a comer uno. Cuando cambié de escuela y me decepcione de mi misma, tres peces plátano se aferraron a mi. Uno en la frente, otro en el corazón y un último en una parte que no pude reconocer. Aquellos años los huevos del pez plátano crecieron en mi interior: soledad, rechazo, el primer beso asqueroso, la primera relación sexual traumática. Mi habitación, mi baño y mi casa estaban llenas de ellos. Paseaban cerca de mis padres, de mis abuelos y mis tías. Pero nadie los veía y yo seguía callada. De pronto, a los 17, desaparecieron. Los olvidé. Hice cambios, crecí, me eduqué. Y mis maestros de psicología, hablaban de ellos sin que yo lo supiera. Pulsión de muerte, enfermedades mentales, suicidios y dolor. Fue entonces, que en un diciembre del 2015: lo entendí. Yo era un pez plátano, me estaba ahogando, los comía y comía y comía. Durante tres años de mi vida, me siguieron a todas partes; la escuela, los aviones, la gran vía, los parques. Estuvieron para mi en los rechazos, los amores no correspondidos, en la soledad y en el llanto que duraba hasta la madrugada. No fue entonces, hasta casi regresar a casa, que me comí los setenta y ocho peces.
Cortes, vendas, mentiras. Caídas inexistentes, heridas que no paraban de sangrar. Quería acabar con ellos así que comí y comí y comí peces plátano. Quería morir, desaparecer. Quería hundirme en el agua con ellos y jamás volver a salir de ese pozo sin fondo lleno de agua salada. Quería ser ellos, quería unírmeles, deseaba la muerte más que otra cosa...
Hoy, tras años de vivir con ellos, de tragármelos, de ser su perro fiel, han casi desaparecido.
A veces aún los veo, en las noches de insomnio, en los ataques de ansiedad, en los gritos, la envidia, el despecho y el rechazo.
Pero he aprendido algo. Mientras más los rechace, mientras más niegue su existencia, menos dejaré de verlos.
Hoy sigo viendo a los peces plátano, susurrándome al oído que acabe con todo, qué me haga uno con ellos. Pero ya no les tengo miedo. Ahora, en vez de comérmelos: los acaricio. Toco sus escamas pegajosas con la punta de los dedos, acaricio sus colas amarillas. Juego un rato con ellos y luego los dejo ser, dejo que bailen y me entretengan. Pero ahora les digo que no puedo estar con ellos, que no puedo dejar de vivir por querer zambullirme en el pozo.
Se han quedado conformes, creo yo. Porque saben y yo lo sé también, que cuando llegue la hora del fin, del reencuentro, cuando llegue el momento de comerme a los ochenta y seis peces plátano, podremos vivir juntos y en paz. Siendo compañeros en el universo, en el cosmos y rotándonos en el mundo para que otros nos vean y los invitemos a unírsenos.
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