11 días

Deslizo el dedo por la pantalla sin ver los mensajes. ¿Como lo hacen?, ¿no les incomoda? 

Me fuerzo a ver la foto, porque estoy demasiado lejos para fingir que no me importa y porque a quien veo no es al abuelo. 

Es ella, con su pelo corto, con su suéter blanco de triángulos azules. Veo una tarde de un mes que ya no recuerdo; también a mi yo de viente años leyendo ese libro de portada azul. 

Levanto la vista del libro y me sonríe. Se que está sufriendo, se que le duele, pero siempre sonríe. Me pide que le saque una foto; le digo que no; insiste porque dice que quiere recordarse así, que le dará ánimos. Así que sacó el iPod de mi bolso y hago la foto. 

Todos tienen la misma mirada, párpados caídos, como si fueses a echarse a dormir; la misma postura, como si ese estúpido sofá amarillento no estuviese lleno de almas, de recuerdos, de gritos reprimidos y restos de vomito. 
Como si la mitad de los que sentaron ahí no estuvieran muertos. 

Cuando le enseño la foto me da las gracias, yo vuelvo a mi libro. En ratos levanto la mirada y la veo con los ojos cerrados, aprieta los dedos contra la piel falsa del sofá. Me quedo callada porque se que incluso hablar le fatiga. 

No comento al saludo, ni a las bendiciones ni las gracias divinas que escribe mi familia. 

Tampoco tomó el iPod que está a un lado mío, porque se que querré ver la única foto que queda en el carrete. 


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Entonces pienso en Hazel y en Gus, en árboles de navidad que se hacen cuerpos y aquel dia de Diciembre que no se me olvida. 

Y lloro de nuevo, como lo hago cuando la extraño. 

Y pienso que ojalá nunca corriera el tiempo, que los cuerpos se congelaran y las almas se traspasaran, que ojalá pudiera escuchar su voz sin tener que escuchar cacofonías en la mía propia. 


Lloro mientras allá afuera el mundo se enfría, mientras mi gato se acurruca en mis piernas y la tumba de mi madre en Monterrey se llena de escarcha; aunque allá haga sol y nadie sienta frío. 

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