Payasos

 

Cuando era pequeña les tenía miedo a los payasos, pero nunca entendí el por qué. No recuerdo haber visto ninguna película de terror, tampoco tuve hermanos que me encerraran en un baño a oscuras gritándome del otro lado de la puerta que el payaso IT iría por mí. Mis padres no me dejaban leer cuentos de terror y mucho menos escuchar la mano peluda en la radio. En realidad, mis padres eran personas muy religiosas y tenían la creencia de que cualquier tema paranormal, de terror, místico o desconocido, solo era una puerta para que el demonio entrara a nuestro sagrado hogar católico a turbar nuestros sueños.

Desde los tres hasta los seis años, mis padres tenían la manía de contratar un payaso para mis fiestas. Ahora que soy adulta, supongo que era porque los payasos son personas de Dios, diversiones amenas y santas para los hijos pequeños de familias tradicionales. No decían groserías ni hacían chistes de doble sentido, no eran señoras de cuarenta años vestidas de muñecas de porcelana, ni botargas de personajes diabólicos de caricaturas japonesas. A la vista de mis padres: los payasos eran inofensivos.

Yo no se si eran los colores, los zapatos enormes y evidentemente sucios, las caras mal pintadas, los pelos de estambre revuelto, las narices rojas o las voces fingidas, pero el pánico que sentía al ver uno de esos seres horrendos me perseguía tanto que, al terminar mis fiestas de cumpleaños, me era imposible dormir en las noches. Me la pasaba mirando el techo color blanco de mi habitación, contaba una y otra vez las quince estrellas grandes y fosforescentes que mi papá había pegado y repasaba los cien puntitos de brillo que simulaban las estrellas. Cuando estaba a punto de lograr cerrar los ojos y bajaba la mirada a los pies de mi cama, del lado izquierdo, una figura oscura con pelos de estambre, pantalones bombachos y manos enguantadas, me saludaban. Eso hacía el trabajo suficiente para hacerme brincar y no volver a bajar la vista del techo hasta que amaneciera.

Odié mis cumpleaños durante lo que me pareció décadas, incluso llegué a intentar que mis padres olvidaran o se confundieran con mi fecha de nacimiento, todo para poder librarme de la maldición de los payasos. Pero los intentos fueron inútiles, las fiestas se repetían, yo no dormía y seguía viendo la misma figura a los pies de mi cama.

 

He recordado todo esto porque hoy celebramos la fiesta del día del niño en el colegio donde trabajo. Intentábamos que los niños estuvieran quietos en el patio para el festejo cuando escuché una música de circo y empezaron los aplausos. No me sudaron las manos, tampoco sentí una presión en el pecho. Las ganas de correr a brazos de mi mamá no aparecieron y tampoco el llanto incontrolable. Los payasos recorrían el patio saludando a los niños y dándoles la mano. Durante el show, me quedé detrás de mi grupo de tercero de primaria a ellos aún les causaba curiosidad y les hacían reír los chistes, no como los mayores que preferían platicar entre ellos a ponerle atención a un grupo de tipos pervertidos que se vestían raro para convivir con niños, palabras de un alumno de secundaria, no mías.

Me apoyé en la pared esperando a que aquello terminara, pensando en como haría que los niños volvieran al salón en orden para darles el almuerzo cuando algo llamó mi atención.

Uno de los payasos se había salido de repente del grupo. Tenía las manos escondidas detrás de la espalda y estaba parado muy derecho, apoyado contra la pared, en el extremo izquierdo del patio. No iba vestido como los otros, desentonaba con sus pantalones bombachos y gastados, sus zapatos de colores sucios parecían aburridos a comparación de los que llevaban sus compañeros, tenis de botín de colores chillantes. Su pelo de estambre fosforescente no encajaba con el engominado en puntas de sus compañeros.

Y entonces recordé porqué me daban miedo los payasos: por sus sonrisas.

El tipo me miraba fijamente mientras sonreía. Podía verle todos los dientes, perfectos y blancos incluso de lejos. Miré a mi alrededor para desviar la mirada un momento y para esperar que dejara de mirarme. Enfoqué toda mi concentración en los niños que pedían levantarse, ser acompañados al baño o escoltados hasta la salida, pues sus padres aprovechaban para ir a recogerlos temprano.

Cuando me decidí a encarar a ese tipo raro con la mirada, ya se había vuelto a perder entre sus compañeros.

Decidí no darle mucha importancia, no podía permitir que las malas memorias de mi niñez me hicieran creer que ese payaso extraño me perseguiría hasta mi casa. No me había dado razones para pensar que, una vez dentro de casa, tendría que correr las cortinas, revisar los cerrojos o activar la alarma de emergencia. No tenía porque pensar que, aquella figura que se postraba a los pies de mi cama en el lado izquierdo me había perseguido durante todos estos años, solo para reencontrarnos y que se comiera mi alma.

O al menos, eso es lo que pensaba ella. Me hubiera gustado mucho, amigos míos, que hubiesen presenciado su cara de horror. El semblante blanco, el sudor frío, la forma en la que el cuerpo humano entra en pánico me parece tan chistoso. Lloran, gritan, patalean, llaman a gritos a su mami o su papi, como cuando eran niños. Como cuando cruzaba para cazar, para tenerlos encerrados bajo llave, para poder comerlos y deshacerlos con lentitud. El problema con ella había sido que nunca cerró los ojos, ni una sola vez.

Y aún así, por algo me gusta perseguirlos hasta que son adultos, porque olvidan que existo, que existimos y que podemos tomar la forma que queramos, la mas inofensiva, la más inocente, todo con tal de que llegue el día y como hoy, que se convierten en adultos confiados, repitiéndose que lo que está al pie de su cama es mentira y cierren los ojos, podaos por fin alimentarnos de ellos.

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