Impregnados
Estoy sentada en la mesa de al
lado y siento ganas de llorar.
El café está solo.
Los baristas de su lado de la
barra y yo sentada en la mesa doble trabajando. Estaba tan centrada en mis
pendientes, tan hundida en acabar para poder irme a casa y dormir que, por un
momento, te lo juro y no te ofendas, que por un microsegundo, olvidé donde
estaba.
Así que miro a la mesa de al
lado y me dan ganas de llorar.
Me veo a mí, con el pelo algo
despeinado y más largo de lo que lo llevo ahora. Tengo puesto mi jumper de
color melón y la bolsa de color naranja encima de la mesa. Estoy sentada con
una postura terrible y no puedo dejar de verte a los ojos.
También te veo a ti, con tus ojitos
chiquitos, víctimas del aumento de tus lentes. Lleva una camisa blanca con adornos
negros y la cadena que dijiste era de un pantalón. Veo tu pelo alborotado y el
brillito de tus brackets. Te veo recibiendo la bebida de mazapán y a mi
emocionada por invitar la merienda.
Pensábamos que solo sería una
merienda, una plática tranquila y luego cada uno se iría a casa con la
esperanza de vernos otra vez. Pero una noche antes, no, ni siquiera la noche,
esa mañana, me reí en silencio en mi cuarto, pensando que pasaría si me llegaras
a besar esa tarde.
Y entonces alargaste el brazo,
me tomaste de la mano.
Imposible ocultarlo, estabas
temblando.
Y sí, lo sé, sé que muchas veces
tu has sido el primero en decir las cosas en voz altas, aunque eso no significa
que yo no me muriera de ganas de decirlas. Es solo que, con el paso de los momentos,
los años y las personas; historias en las que yo siempre era la primera en confesarse,
en abrir el corazón y también, la primera en acabar lastimada; decido callarme,
para poder experimentar el amor correspondido, el amor cálido y dulce que me has
estado ofreciendo hasta ahora.
Así que veo nuestro recuerdo
impregnado en la mesa con cariño, entre risas y con mucho amor. Porque no
podemos programar una fecha para el amor. Podrá ser en días, semanas, meses o
en cinco años, pero cuando pasa, cuando lo sentimos, creo que deberíamos dejarle
pasar, abrirle la puerta y dejar que se acomode; tal vez aún entre los pedazos
rotos de la capa anterior de nuestro corazón, tal vez dejando que pulverice la muda
de piel de quien estuvo antes; y confiar en que esta vez ese visitante se quede
para siempre.
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