20 horas
Dormí veinte horas.
Me gusta el olor de la mañana. Con todo y que suena a
cliché.
Porque huele a leña, navidad en Monterrey y las mañanas en
las que me iba durmiendo en el Chevy de papá cuando me llevaba al colegio.
Y recuerdo todos los días ponerme el uniforme con pereza
mientras escuchaba música.
Porque desde entonces hay días en los que el silencio me
sobra, me ahoga, me ahorca.
Cuando tenía nueve años recuerdo que tenía un amigo llamado
Javier, el primer Javier de mi vida, lo juro. Era muy gracioso, tenía el pelo
negro y rizado, la piel del mismo color que la mía y unos labios tan gruesos y
chistosos que le impedían cerrar bien la boca. Recuerdo que nos sentaron juntos
ese año y que nos reíamos no sé de qué y hablábamos de muchas cosas.
Nunca se me dio bien hacer amistad con chicas, al menos no
en esa edad, eran todas unas desgraciadas, esas niñas malditas; jalándome el
pelo, llamándome gorda y robándome cosas de mi lapicera. Pero con los niños era
más fácil, menos ficticio, había risas, empujones, pedos y carros. Todo más
simple.
Javier era el único que hablaba conmigo de algo todos los
días y aunque hago el esfuerzo no recuerdo de que.
Hasta que un día, cuando estábamos en la fila para ir a
alguna clase o salir al recreo o irnos a casa, algo pasó. Yo estaba recargada
contra el barandal, con los brazos cruzados y esperando a que Sor Anita nos
dejará ir cuando escuché la risa de Javier; recuerdo estar pensando en algún comentario
tonto para molestarlo o hacerlo enojar, cuando lo vi. Fue la primera vez que vi
a alguien en cámara lenta, como en las pelis.
Nunca había notado lo largas que eran sus pestañas, ni lo
bonitos que eran sus cachetes manchados de rojos por el calor, tampoco había
notado que no tenía los dientes chuecos como yo. Era el niño más bonito que
había visto nunca.
Y cuando me vio y se acerco a hablarme, lo perdí para
siempre.
Comentarios
Publicar un comentario