Lo que construimos
“Uno
cree a cierta edad que ya nunca va a volver a enamorarse. Pero luego te llegan,
los amores llegan” dijo la mujer.
El
café estaba solo, demasiado para un martes por la tarde, la chica había pasado
a saludar a unos amigos y seguir leyendo sobre ficciones que desesperadamente
quería vivir, cuando una mujer que llevaba la playera al revés le pidió ayuda.
A la
chica se le torció la lengua, no sabía si hablarle de tú o de usted, porque en
territorio español todo el mundo se tutea y es que los latinos somos muy
educados, o más bien, tenemos madera de esclavos, se corrigió.
“Esta
gente” dijo la mujer “estos españoles son muy bruscos”.
La
mujer le habló de sus sobrinos, de sus nietos, de su difunto marido; le habló
de Boston, le mostró fotos de su nieta, una chica guapísima de pelo largo y de
piernas preciosas.
“Pero son buena gente” dijo la mujer con una
sonrisa.
“Sí,
son buenos” respondió la chica.
La
chica le habló de su madre muerta, de su padre a punto de volver a contraer
matrimonio, de sus tierras y de que era escritora, eso último a ver si se lo
creía ella un poco más.
“Extraño
mucho a mis abuelos”.
“Abrázalos
cuando los veas, mis nietos apenas me quieren y eso me rompe el corazón,
¿sabes?, apenas y me dejan tocarlos. Apenas y quieren abrazarme, es este país,
los vuelven maleducados.”
Podía
ver su dolor, las ganas de querer que su familia fuera menos de Madrid y más de
Chile.
Y
entonces tuvo una visión doble, como cuando tiene la vista cansada y ni los
lentes le ayudan a ver bien. Vio a una mujer de cara redonda, joven, con el
pelo recogido en una coleta. Llevaba pantalones color turquesa hasta la
cintura, una camisa blanca y zapatillas negras. Le vio los ojos de color otoño,
su voz era unos niveles más aguda, pero cuando le devolvió la mirada, de nuevo
era la mujer; de nuevo era esa forastera de sesenta años que aparentaba menos,
de nuevo la chilena que vivía en españa y que en estados unidos había dejado
pedazos de su alma.
Y la
mujer le dijo que amaba el país de la chica, que eran todos amables y sonrisas;
pero también machistas y retrogradas. Y la chica supo que era verdad, porque
donde ella había nacido, si a las veinticuatro no te casabas, ya eras una causa
perdida.
Se rieron
mucho, la mujer le preguntó por “¿y el papá, como lo lleva?”
“Bastante
bien”.
“Bueno
es que los viejos, ya verás…los viejos así son, se contentan rápido, ¿pero una?
Una no, cuando se murió mi marido…”
A la
chica le hizo gracia, las cosas se veían menos grises para ellas, todo se
resume en aceptar y dejar vivir, como en esa canción de los Beatles; aunque ya
no estaba segura si eso decía la canción.
“Mis
hijos, ¿sabes?, me decían: ¿mamá porque no te buscas a alguien? y yo, ¿a alguien?,
preocuparme por buscar a alguien, ¿apurarme por acostarme con un señor? No,
nada de eso, ya no estoy para eso. Imagina que luego sea solo un rato, me deje
tumbada, no, no, nada de eso. Fui feliz, eso sí, con mi marido y no dudo que
con alguien más también pueda ser feliz, pero ya no, yo ya no”.
La
chica escribía en su mente, frenética de emoción, de historias, de deseo. Con
la voz de la mujer haciendo eco y perdiendo la vista entre la gente, una rubia
de ojos como la madera seca le sonríe, a ella.
Y la chica le devuelve la sonrisa, porque la rubia es guapa y porque su nariz es
bonita, como la de una brujilla de cuento y la rubia se sonroja, ¿por ella?,
¿Quién se sonrojaría por ella?
Entonces una llamada, voces con acento del otro lado del celular; y la mujer tenía que irse.
“Que
le vaya bien” dijo la chica, tenía ganas de abrazarla “cuídese mucho y un gusto
haberla conocido”
“A
ti te queda toda una vida por delante” dijo la mujer alzando la mano, simulando
una especie de camino sin indicaciones “mucha suerte”.
La
mujer le había preguntado el nombre, la chica fue lenta y no lo hizo o puede
que en realidad no quisiera saberlo, porque cree que los nombres, sobre todo de
los desconocidos que te regalan una buena plática, les quitan la magia a los
encuentros.
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